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Círculo Rojo

Mad Max

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Mad Max (George Miller, 1979).

“Bandas de motoristas listas para entablar combate por un tanque de gasolina…” El teniente Fifi Macaffe da carta blanca a sus policías para que hagan con ellas lo que quieran mientras el papeleo esté en orden.

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Un film brutal, retrato de un futuro donde la máquina se come al ser humano y se adueña de su destino marcando las reglas de una batalla sin final. Las carreteras australianas sirven de escenario a la más absoluta destrucción de carne y maquinaria. Los bestiales choques de vehículos, las averías mecánicas, los desperfectos, el desorden, el óxido, la grasa y la suciedad, muestran lo habitual de un mundo postholocáustico heredero del cómic underground (quizás con el Juez Dredd a la cabeza). Todo ello enmarcado en una eterna historia de venganza de un policía fascista contra la pandilla de punks que mataron a su hijo (el policía a su vez asesinó al jefe de los motoristas).

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Una película extraña dentro de la producción australiana, que aún hoy sigue teniendo el récord de haber sido la más rentable de la historia, y que cuenta con tres secuelas. El director George Miller, médico de profesión, maneja con soltura la cámara y casa perfectamente un plano con otro; sabe cómo sumergirnos en lo aparatoso del funcionamiento de un motor de inyección (“el tremendo rugido de una máquina”), en la explosión de contenedores de petróleo, en el engranaje de las tuercas y del acero, y en cómo el choque de todo ello entre sí afecta a las personas que habitan en su interior. En la acción, la cámara permanece pegada al suelo.

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Los neumáticos suenan sobre el asfalto, no sólo cuando derrapan, también cuando se mueven lentamente. Pero siempre tenemos bien presente que todo es un producto de la ingeniería humana. Los camiones pasan cerca de nosotros, mientras los macarras saltan con pértigas sobre ellos para robar su preciado combustible. Sin él estarían parados, algo impensable, pues hay que continuar. El Jinete Nocturno, líder de la banda, hace una genial comparación: “yo ruedo como un dado”.

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La destrucción de las máquinas es lo que condiciona la salud de los protagonistas, cuando no su vida y su muerte. Neumáticos que pasan por encima de brazos, motocicletas que vuelan al haber sido cortados los cables por donde circula el líquido de frenos, cadenas sin control que amputan manos, furgonetas que al estallar carbonizan a sus ocupantes, parabrisas rotos que seccionan la garganta del piloto. A continuación vienen las ambulancias, las siniestras unidades de quemados, los complejos aparatos que unen huesos rotos, los collarines que sirven de micrófono para que pueda ser oída la electrónica voz de un usuario sin tráquea.

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Max Rockatansky, “Mad Max”, lucha contra todo ello, siendo (o quizás sin ser) consciente de que él mismo es parte de este enorme problema: hasta que no acabe también consigo mismo no hay solución posible. Es miembro de la MFP, “Main Force Patrol”. El personaje está encarnado por Mel Gibson, que acudió al cásting con la cara llena de golpes al haberse metido en una pelea de bar la noche anterior. Algo usual en el rodaje, puesto que durante su filmación no se produjo ningún incidente reseñable, pero fuera de él los accidentes fueron una auténtica constante, síntoma quizás de la naturaleza de los que participaron en ella, desde su guionista hasta los numerosos especialistas, por no hablar de los los motoristas criminales que eran miembros de bandas reales.

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El Cortauñas es el enemigo de Rockatansky, y le da vida un popular actor australiano que repitió como antagonista de Mad Max en la cuarta entrega de la serie: Hugh Keays-Byrne. La banda sonora está compuesta por el autor australiano Brian May, y retrata a la perfección la violencia de la cinta, en contraste con la dulzura que emana de la relación de Max con su esposa, a la que el policía no quiere dejar de decirle aquello que no pudo decirle a su padre en su día: que la quiere (o eso suponemos, porque nunca llega a comunicarlo).

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Como la gente ya no cree en los héroes, nosotros les devolveremos los héroes. Es lo que le dice su superior a Max en un tono paternal, quizás más cercano a una atracción sentimental. También encontramos ambigüedad en ese toque sadomaso encarnado por la vestimenta de cuero negro de los “bronces” (apodo de los polis que hace referencia al color de su placa).

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En un extraño momento de la película (que además condiciona el resto de la saga), Max, congelado como una estatua de hielo, da por muerta a su esposa. Pero a pocos metros un médico comenta con un colega que, a pesar de que su ficha médica parece “una lista de la compra”, la chica seguro que se recuperará (Max aún está a tiempo de decirle que la quiere). El amigo de Max, Gansito Uno, permanece hospitalizado con su cuerpo totalmente quemado, pero está vivo (claro que, después de visitarle, Max afirma frente a sus compañeros: “eso no es el Ganso”).

La única víctima mortal es Sprog, el hijo de Max. Pero eso no impide (o es lo que provoca) que Mad Max tome el último de los V8, con su doble motor, y se lance a las carreteras en busca de los harapientos motoristas que hicieron daño a su gente. Éstos mueren golpeados por sus propias motocicletas, aplastados por camiones, tiroteados a escopetazos, o víctimas de retorcidas trampas destinadas a quemar a la víctima si ésta no se corta el pie con una sierra: una venganza totalmente equitativa.

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Max sigue adelante, dormita mientras conduce, al fondo de la eterna carretera se ven luces parpadeantes que le despiertan por momentos, las líneas blancas pasan bajo su automóvil. “Las carreteras eran pesadillas interminables…” El héroe al final ha conseguido su propósito, a costa de acabar con uno mismo (“fue aquí donde aprendió a vivir de nuevo”).

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Pero durante todo este tiempo, Mad Max no se da cuenta de que lo que realmente ha sucedido es que se ha convertido en uno de “ellos”, en aquello que más odia: lo que le provoca (le provocaba) miedo.

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Mikel Vivanko (Bilbao, 1974), es licenciado en Bellas Artes por la especialidad de Audiovisuales en la Universidad del País Vasco (EHU).

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