
Cuéntame un cuento
Relatos: Las Violetas del cementerio
Mi madre murió el mes pasado.
Me ha costado un esfuerzo enorme decirle esas palabras a Iñaki. Pensaba que verbalizarlas sería liberador para mí, pero en lugar de eso he acabado tan agotada que ahora sólo deseo volver a casa y dormir varias horas. Me siento como si acabara de recibir una paliza que no me ha dejado marcas visibles en la piel. Han pasado ya veinticuatro días desde que me dieron la noticia, veinticuatro, y hoy es la primera vez que la he compartido con alguien. Todavía no sé por qué he elegido a Iñaki, desde antes de vernos ya sabía que él no iba a entender lo que deseaba decirle, y que al final nuestra conversación acabaría pareciéndose a un tiovivo. Pero supongo que era la única persona con quien podía desahogarme. Marta, Ainhoa, Marcos, Lidia o Marina me conocieron después de empezar la universidad, y si hubiera intentado hablar con ellas se habrían quedado aún más descolocadas que Iñaki. Eduardo me adora pero tampoco tiene ni idea de hasta qué punto puede afectarme la muerte de mi madre ¿Sabes? Esta mañana antes de salir de casa quería que hiciéramos el amor y yo he tenido que frenarlo, porque era lo último que me apetecía antes de encontrarme con mi amigo de la infancia. Pero lo he hecho con buenas palabras, he sonreído, le he dicho que si me entretenía iba a llegar tarde… no se ha enterado de nada. Hace años que sé cómo lograr que no se dé cuenta de lo que siento en realidad a menos que yo lo decida. El caso es que Eduardo tampoco me servía, y mi hija Alba sólo tiene cuatro años, nadie le cuenta sus miserias a una niña de preescolar. Así que aunque me sienta cansada aquí estoy, contigo, enfrente de nuestro nombre y de tus apellidos. Después del fracaso de hace un rato he entendido que tú eras la única persona con la que puedo sincerarme.
A veces oí hablar de ti durante todos los años que no nos vimos: que si salías con un hombre, que si habías viajado a Francia o a Berlín, que si habías cambiado de trabajo… incluso me contaron que adoptaste al hijo de una de tus parejas. Aquello sí me sorprendió, porque ¿Qué hacías tú cuidando de un niño que ni siquiera llevaba tu sangre? Todavía hoy me declaro incapaz de entenderlo. Durante años pensé que te habías ido de casa porque eras incapaz de querer a las personas con quienes compartías tu vida, pero cuando me contaron lo de tu hijastro me quedé de piedra ¿Y por qué callarlo? Habría preferido que me dieran una bofetada. No me preguntes el motivo, pero me entraron ganas de gritar hasta quedarme afónica y de coserle la boca a la persona que me explicó el cotilleo. Imagino que en caso de que se lo contara a papá o a Eduardo me dirían que es porque soy más tierna y más emotiva que tú, pero se equivocarían una vez más. Si fuese verdad me habría dolido mucho que no me llamaras ni siquiera cuando sabías que estabas a punto de morirte, pero me dejó indiferente descubrir que te importaba un bledo despedirte de tu hija. Supongo que asumí desde pequeña que no podía esperar nada de ti, como cuando te decía a la hora de comer que tenía hambre y me contestabas que cogiera el paquete de galletas que había en el armario de la cocina. O cuando por las mañanas entrabas en mi cuarto y levantabas la persiana sin decirme nada. O cuando teníamos que ir a comprar los libros del colegio y mandabas a papá con cualquier excusa mientras tú te quedabas en casa, y él refunfuñaba y se vestía de mal humor.
Me dirás que han pasado muchos años, y es verdad. Concretamente veintitrés desde que dejé de saber de ti, pero nunca he notado el paso del tiempo. Es como si un reloj muy grande se hubiera detenido en aquella época. Como si en cada uno de mis órganos hubiera una bola de plomo diminuta con la que cargo todos los días y de la que no me puedo librar. Una bola que no es mía pero que forma parte de mi cuerpo.
Y ya no es porque no me quisieras, o porque te marcharas de casa sin decirme nada, no es porque yo aprendiera a cocinar a los ocho años o a vestirme sola a los tres. Es porque a pesar de todo eso se podría decir que he hecho siempre lo que me he propuesto. He viajado donde he querido, he estudiado la carrera que me ha dado la gana, he hecho amigas a puñados, tengo una familia que he construido yo misma, hablo de libros, de historia, de cuadros, de música, de política…. pero nada me llena. Estoy vacía, tan vacía como tú. Nunca he estado segura de si lo llevo en los genes o si es que llamarse Violeta en nuestra familia es una maldición. Lo único que tengo claro es que me dejaste la peor de las herencias, contra la que he intentado luchar toda mi vida sin el más mínimo éxito. Me doy cuenta de que he creado un montón de cosas, pero que nada de lo que yo he hecho tiene alma. No amo, no disfruto y no vivo porque no sé cómo hacerlo. Esa ha sido mi realidad desde niña y ya no la soporto más. Me he cansado de sentirme como un tronco muerto por culpa de un rayo que lo partió. Quiero que las bolas de plomo salgan de mi cuerpo, pero sólo se me ocurre una manera y no creo que pueda llevarla a cabo si tú no me das fuerzas. Así que aquí me tienes.
Lo siento muchísimo por Alba, más por ella que por cualquier otra persona. Pero hoy no tenía otro remedio que venir a verte. Espero que un día lo entienda…
Autora: Stefany Estévez
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