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Cuéntame un cuento

Relatos: “Libérala”

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Los relatos de micinexin.net

Samuel y Betty se fueron a viajar por todo el Caribe para celebrar su quinto aniversario de bodas. ¿Cómo no iban a estar felices, si contra todo, ellos habían logrado permanecer juntos? El maestro y la alumna, unidos por un enorme amor hacia la repostería y sin importar la diferencia de edad entre ambos, habían logrado un matrimonio estable.

Pero su celebración se vio empañada a los pocos días de haber regresado del viaje. La siempre incansable Betty, comenzó a sentirse cada vez más cansada. Las tareas más mundanas, como apoyar a su esposo con la pequeña panadería que ambos administraban, la dejaban completamente exhausta. Además, en su piel comenzaron a  brotar pequeñas manchitas rojas, que le causaban gran comezón a la joven chef.

—Te guste o no, vas a tener que ir al doctor—le dijo con gran serenidad Samuel a su esposa un día, justo antes de dormir— ¿Qué tal si pescaste algún bicho extraño en el crucero?

—No es necesario—sonreía ella ante la insistencia de  su esposo—Estoy segura que pronto se me pasará.

—Aun así, creo que deberías hacerte un chequeo, para descartar algo malo…

Y finalmente, la joven mujer de cabello castaño cedió.  Ella no sintió temor, porque estaba segura de que no se trataba de algo serio, pero ningún doctor lograba dar con la causa de su malestar

—No sabemos qué tiene su esposa—le repetían a Samuel cada uno de los médicos que examinaban a su esposa—Sus análisis no nos dan resultados claros.

Y Beatriz, se iba consumiendo más día a día. Y cada prueba médica le arrancaba un fragmento más de vida. Esas pequeñas manchas rojas en su piel, pronto se transformaron en enormes pústulas, que se multiplicaron a una velocidad que desafiaba toda lógica.

—Por favor, no te preocupes tanto por mí— alcanzó a decirle la joven castaña a su esposo, en medio de un episodio febril— Quiero que no te olvides de la panadería, nuestro sueño.

Poco a poco, la cordura abandonó la mente del gran Samuel Dupain. Sin dar mayor explicación, despidió a todos los empleados que lo ayudaban a mantener el orden en su casa. Y en su panadería, no volvió a poner un pie. Dejó todo para encerrarse a piedra y lodo en su casa, para asegurarse que nadie le hiciera más daño a su amada. La familia de la joven mujer, al ver que él no les permitía verla, decidió, con todo el dolor del mundo, tomar medidas drásticas…

Después de haber salido a comprar una botella de leche, él se encontró con una camioneta estacionada justo frente a su casa. El maestro pastelero apretó el paso, pero no fue lo suficientemente ágil para esquivar a la trabajadora social que descendió del vehículo.

— ¿Es usted el esposo de Beatriz Lozano? La familia de ella ha puesto una denuncia en su contra. Nos informan que al parecer, ella sufre de una condición severa, y usted no ha permitido que ella reciba la atención médica adecuada.

—A ver, a ver—bramó el hombre de cabello entrecano—Sí soy esposo de ella, pero jamás e impedido que ella reciba atención. Únicamente la aparté de los que querían hacerle daño.

La trabajadora social no respondió. Se limitó a hacer una leve seña con la mano. De la camioneta bajaron  cuatro hombres, que alcanzaron a meterse a punta de empellones a la casa de los Dupain.

—Discúlpenos, señor. Pero además de la denuncias de los familiares de su esposa, sus vecinos nos han informado que desde lejos podían escucharse los lamentos de la señora Lozano. Con todo mi pesar, le informo que la vamos que tener que llevar, con su autorización o sin ella, a un sitio donde ella recibirá la atención necesaria

— ¿Están locos? ¡No se atrevan siquiera a tocar a mi princesa!

Pero era tarde. Dos de los hombres habían entrado a la casa, buscando frenéticamente la habitación de la joven castaña.

— ¡Aquí está! —gritó uno de ellos después de unos. Voy a pedir que una ambulancia venga a apoyarnos —Parece que se encuentra  muy deshidratada.

A pesar de que los otros dos hombres lo estaban tratando de someter, Samuel finalmente perdió por completo el control cuando escuchó a lo lejos el sonido de una ambulancia al acercarse a su hogar. Como poseído por una fuerza extraña, comenzó a gritar y a contorsionarse  con una rabia sobrehumana

— ¡Por favor, señor! Si alguna vez la amó, entienda de una buena vez que usted no la puede salvar. Déjela en manos de profesionales— Masculló la trabajadora social, con un dejo de tristeza en su voz.

—No, yo la puedo salvar. Nadie de ustedes me cree, pero estoy seguro que si la dejan conmigo, mi amor de alguna manera la salvará de la muerte— chilló Samuel desesperado, pero ya era muy tarde.

Los enfermeros que acaban de entrar a la habitación lo sometieron con firmeza, apartándolo bruscamente de Betty, en cuyo rostro, bajo capas de heridas a medio cicatrizar, parecía haberse dibujado una franca media sonrisa.

Autora: Patricia J. Dorantes

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