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Cuéntame un cuento

Turmalina negra

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Capítulo 1

Un lluvioso martes del mes de enero, mientras viajaba en el que le pareció el vagón del metro más solitario que jamás vió en su vida, acontecieron unos hechos estremecedores que marcaron la vida de Candela para siempre. Debido a los turnos rotativos de su trabajo, Candi terminaba su jornada laboral a medianoche tres veces por semana. Odiaba coger el metro a aquellas horas, no solía ser una línea muy concurrida y además el trayecto era bastante largo, con lo cual acostumbraba a llevarse libros gordísimos para distraerse.

Aquel martes notó una atmósfera extraña nada más pisar el andén. Un intenso olor a azufre inundaba todo el lugar, incluso vio una sutil neblina que la alarmó. ¿Se estaría produciendo algún incendio? Miró a su alrededor. Había dos personas más, y no parecían percibir nada. Se convenció a sí misma de que estaba demasiado cansada y sus sentidos le estaban jugando una mala pasada. Se relajó, y continuó leyendo esperando su tren. No tardó más de cinco minutos en llegar. Cuando se abrieron las puertas, miró a los lados y se dió cuenta de que los dos viajeros que antes la acompañaban habían desaparecido. No le quiso dar mayor importancia y subió al vagón. Al estar vacío, pudo acomodarse donde quiso, y comenzar a leer el último libro que compró de Camilleri.

En seguida se puso en marcha, la próxima estación estaba lejos, y el monótono traqueteo del tren comenzaba a producir sueño en Candela. Las letras de Camilleri se le emborronaban, y no paraba de dar violentas cabezadas que la acababan por despertar e intentar continuar la lectura. En una de esas ocasiones, no despertó y se quedó profundamente dormida hasta que el fuerte tintineo de un objeto dado golpes sobre algo metálico la despertó sobresaltándola.

Hubiese deseado no despertarse. Ante sus ojos apareció una visión poco grata que la estremeció. Sentado en frente de ella, había un hombre demacrado con una prótesis metálica sustituyendo su brazo izquierdo. Con ella golpeaba una de las barras de los asientos que servía de asidero. De forma mecánica y sin parar, con sus ojos hundidos perdidos en el vacío. Candela no entendía qué hacía ese hombre ahí. Podía jurar que el tren iba completamente vacío cuando ella entró, pero sin duda, debió equivocarse. Intentó volver a leer, pero el siniestro ruido que el extraño viajero producía le impedía concentrarse.

Además, comenzó a sentir miedo. Intentó evitarlo por todos los medios, el miedo siempre era una mala compañía y portador de consecuencias funestas a quién lo siente. Cuando intentaba distraer su mente, el tren se detuvo en mitad de unos de los oscuros túneles del metro. Fue un parón en seco, repentino y sin ningún anuncio por parte del conductor pasados unos minutos.

De pronto, el hombre manco dejó su asiento y se dirigió hacia ella. Le provocó tal espanto, que pudo sentir cómo se le congelaban los músculos. Él le lanzó una especie de colgante que cayó sobre su regazo. Después, sin haberla mirado ni una sola vez a la cara, se marchó a toda prisa sin dejar de golpear los barrotes con su prótesis de metal. Cuando pudo moverse, Candela recogió el objeto. Era un colgante hecho con una cuerda de cuero de la que pendía una hermosa piedra negra y alargada. A Candela siempre le había entusiasmado la mineralogía, por lo que se dio cuenta de que aquello era una turmalina negra. Mineral muy utilizado para neutralizar las energías negativas que nos rodean a lo largo del día. 

Aunque le temblaban las piernas, se levantó para mirar a través de los cristales de las puertas. Obviamente no pudo distinguir nada. El túnel estaba oscuro y solitario, lo cual hizo estremecer a Candela. Comprobó su móvil para ver si podía hablar con alguien y avisar del problema, pero no había cobertura. Sola en un frío y siniestro túnel, sintió que era la única habitante del planeta por un instante.

De pronto, comenzó escuchar gemidos semejantes a los que se emiten cuando arrastramos algo muy pesado. Lamentos que cada vez iban siendo más cercanos, a pesar de ver absolutamente a nadie acercarse. Candela corrió como alma que lleva el diablo hacia la cabecera del tren. Cuando llegó, jadeante y sofocada, aporreó frenéticamente la puerta del conductor mientras exigía que le abriese. Percibió una especie de gruñidos desde el otro lado de la puerta, y luego silencio. Poco después los lamentos volvieron. Candela comenzó a sudar como si el vagón se encontrase a 50 grados. El miedo la comenzó a invadir, y se dio cuenta de que no podía evitar ser devorada por él. Desesperada se sentó en el suelo y comenzó a llorar tras apoyar la cabeza sobre las rodillas…

Susana Alba Montalbano - Escritora y articulista en psicologodecabecera.com. Amo el arte, los artistas y que me leas tú.

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