
Cuéntame un cuento
Khambalia
Imagen: Web Astrología Wiki
Desde hacía semanas, levantarse por las mañanas se había convertido en todo un reto para mí. Solo deseaba dormir como la bella del cuento, soñar con presentes mejores y no despertar hasta que todo el dolor desapareciese. Trabajar en casa no me ayudaba en nada. Necesitaba salir, tener referentes, conectarme con la realidad. Amigos y conocidos intentaron hacerme salir hasta que se hartaron de mis negativas. Me costaba la vida mirarme al espejo, maquillarme, y fingir que me lo pasaba bien en compañía.
Sanar un corazón roto lleva un tiempo largo. Al menos para mí, que soy altamente sensible. Me cuesta entender que los demás jueguen con una después de haberles entregado tu absoluta confianza, además del corazón envuelto en papel de regalo y oliendo a perfume francés. También me cuesta creer que un corazón latiente, lleno de amor, no signifique nada y lo terminen tirando en el contenedor más cercano. Sin embargo, sí entendí que martillearse el alma con preguntas que jamás serían respondidas no tenía sentido.
El día en el que sucedieron los hechos más alucinantes que he vivido nunca, comenzaban mis vacaciones. Trabajaba como secretaria en un bufete de abogados. Dos señores sexagenarios que se aferraban a sus viejas costumbres de irse en agosto al pueblo donde nacieron en busca de chatos de vino y partidas de cartas con los amigos de toda la vida. Nada tenían que ver con los sofisticados letrados que aparecían en los programas de televisión o en las series. Me trataban bien, pero me aburría como una ostra en su despacho. El año en el que todo sucedió, decidí no marcharme fuera de la ciudad a descansar. La maldita pandemia del covid aún no había finalizado, y me sentía mucho más tranquila en casa. Madrid estaría vacía a pesar del virus y mis amistades, las pocas que se resistían a dejamer a mi suerte, volarían en busca de aires nuevos. Me quedaría sola en la gran ciudad. Mejor así.
Me levanté como un resorte esa primera mañana de vacaciones. Sin pensarlo mucho, desayuné frugalmente y me preparé para realizar una larga caminata a buen ritmo y ejercitar un poco mis anquilosados músculos. Sabía que quedarme en casa sólo me haría dar vueltas a lo mismo, lanzar preguntas al aire, y odiar con todas mis fuerzas a aquellos que utilizan a los demás sin importarles sus sentimientos. Era tiempo perdido, mejor emplearlo en cosas útiles.
A las 9 de la mañana las temperaturas aún eran agradables. Había muy poca gente en la calle, así que me coloqué la mascarilla de “sujeta papada” y comencé a caminar velozmente mientras escuchaba Radio Melodia. La música ayudaba a que mi mente también hiciese su ejercicio, imaginando mil historias mientras sonaba alguna canción de Seguridad Social o de Eurythmics. Mi prolífica imaginación me ha salvado incontables veces de rendirme en momentos muy amargos. Es como una televisión de pago, yo elijo los protagonistas y la historia mientras me ponen la banda sonora.
A los 15 minutos de iniciar la caminata, me pareció ver, por el rabillo del ojo, a un hombre realizando extraños aspavientos. Continúe caminando unos segundos más hasta que me pare en seco. Me di la vuelta, y con mucho disimulo le observé mientras fingía buscar algo en mi móvil. Pude fijarme en que era un hombre de aproximadamente mi edad, un tanto demacrado y que no paraba de llevarse las manos a la cabeza o a la cara con un poco de desesperación. Parecía que estuviese intentando saltar de una orilla a otra de un río imaginario pero que no llegase a atreverse. Normalmente, ante ese tipo de actitudes me asustaría, pero una fuerza invisible me obligaba a quedarme allí quieta vigilándole. Llegó un momento en el que se quedó rígido, de pie, mirando al infinito sin una expresión concreta. Tras un par de minutos en esa posición, comencé a asustarme y decidí acercarme por si necesitaba algún tipo de ayuda. Me coloqué la mascarilla adecuadamente. Al situarme a una distancia prudencial, me di cuenta de que había un círculo dibujado con tiza en el suelo. Él estaba en el centro, sin moverse. Casi ni pestañeaba.

- Disculpe, señor. ¿Se encuentra bien? ¿Necesita ayuda?
No recibí respuesta. De hecho, seguía sin parpadear. No sabía muy bien si marcharme o continuar insistiendo.
- Señor- decidí insistir- ¿quiere que llame a alguien? ¿Puedo hacer algo por usted?
Esta vez conseguí que me mirase. Pareció darse cuenta, de repente, de que había alguien más junto a él. Su mirada, de estar vacía, se convirtió en triste y suplicante. Incluso, diría yo, con un destello de vergüenza.
- No puedo salir…- respondió con la voz quebrada.
- ¿Qué?…- Miré alrededor con extrañeza. Buscando algún obstáculo que le impidiese moverse; pero no.
- Si salgo del círculo me pasará algo malo…- dijo a punto de llorar.
En ese momento lo comprendí todo. Me encontraba delante de una persona con algún tipo de trastorno psicológico. Estaba siendo víctima de un brote. Lo reconocí porque mi padre padecía ataques de pánico, y muchas veces necesitó de mi ayuda cuando tenía alguna crisis.
´ – No te preocupes – le tuteé con voz tranquila y firme – Yo voy a ayudarte a salir de ahí, todo va a estar bien. Dame la mano.
Extendí la mía hacia él. Le miraba sonriendo con la mirada. Él dudaba. No podía parar de temblar mientras decidía si aceptar o no mi ayuda.
- ¿Tienes guantes?- Me preguntó
- ¿Qué?…
- Estamos llenos de células muertas, bacterias, virus… ¿tienes guantes?
Estaba desconcertada pero comenzaba a comprender qué le sucedía. Busqué en mi enorme mochila. Estaba segura de que guardaba unos guantes de látex. Tras el inicio de la pandemia, me preocupé de guardar en cada uno de mis bolsos mascarillas, gel y guantes. Soy muy despistada y era mi forma de evitar salir de casa sin ellos. En cuanto me los puse, le volví a tender la mano con firmeza. Tras dudar un segundo, la agarró. La apreté con firmeza, y tiré de él rápidamente para evitar que se arrepintiese.
- ¿Dónde vives?- Le pregunté antes de que tuviera tiempo de pensar- Yo te llevo.
Él seguía aferrado a la mano, y casi podía sentir que empezaba a confiar en mi buena fe. Me dijo donde vivía, y fuimos a paso ligero. Agarrados de la mano. Igual que una madre con su hijo. Sentí mucha ternura al notar cómo se dejaba llevar.
- ¡Ya estamos!- Exclamé cuando llegamos a su portal. Vivía muy cerca de mi casa.
- ¿Me vas a dejar?- preguntó con tono asustado. Seguía sin soltarme la mano. Tenía la mirada clavada en el suelo. Podría jurar que incluso le vi hacer puchero.
- ¿No te ves capaz de subir solo?- Él apretó aún más mi mano y respondió: “No lo sé”.
Confieso que me bloqueé durante unos segundos. Un hombre extraño me estaba insinuando que fuera, con él de la mano, a su casa porque le asustaba hacerlo sólo. Yo siempre he sido muy imaginativa como ya he comentado antes. Inmediatamente comencé a pensar en psicópatas sanguinarios. Criminales que fingen ser inofensivos para luego cometer las tropelías más terrible e inimaginables.
¿ Qué demonios tenía que hacer? ¿Ayudar al prójimo o salir huyendo? Mientras continuaba debatiéndome entre la realidad y la ficción, él me agarró la otra mano, y sin dejar de mirar hacia el suelo, susurró: “Por favor…” ¿Quién puede decir que no a una súplica que viene desde lo más profundo del alma? Me santigüé mentalmente y le pedí las llaves para acompañarle hasta su apartamento.
Nos metimos en el ascensor. Apretó el botón número 5. Aquel pequeño viaje en ascensor se me hizo eterno y aterrador. No dejaba de pensar que en cualquier momento él comenzaría a reír diabólicamente mientras me decía: “¡¡caíste pedazo de estúpida!”. Después me estrangularía o algo parecido. Por eso, en cuanto realizaba cualquier pequeño movimiento, le miraba estremecida y preparada para liarme a bolsazos con él. Llegamos al quinto piso sin novedad. Al abrir la puerta del apartamento coincidimos con el vecino de al lado que estaba cerrando la suya.
- ¡Buenos días! – le saludé a viva voz acercándome más de lo necesario. Bajé un instante la mascarilla para sonreírle.
- Estoooo … hola, me voy que se me escapa el ascensor – respondió desconcertado y marchándose a la velocidad del rayo.
Por primera vez, me encontré con los ojos de mi improvisado amigo cuando me giré a terminar de abrir la puerta. Me miraba entre enfadado y preocupado. Pero se mantuvo en silencio. Cuando entramos en el apartamento, cuidé mucho de no cerrar la puerta. Sentí que me necesitaba, incluso, para dejarle sentado en el sofá. Así lo hice. Él no oponía resistencia. Se acomodó en el sofá, y susurró: “En un armarito blanco y gris al lado del espejo del baño, hay un bote de medicinas que pone Aripiprazol, tráeme un par de pastillas y un vaso de agua. El baño se encuentra en la puerta del centro”.
El aseo me pareció pulcro y bonito. Tanto los muebles como los azulejos tenían tonos blancos y grises. Olía a cerezo, realmente era muy acogedor. Localicé inmediatamente el medicamento. Junto al cepillo eléctrico había un vaso también gris y blanco que usé para rellenar de agua. Mi nuevo amigo continuaba en el sofá. Tenía la cabeza reposando hacia atrás y los ojos cerrados. Creo que intentaba bajar su nivel de ansiedad. Le acerqué lo que me había pedido, y continué de pie sin quitar ojo de la puerta. Seguía abierta, pero al ser la quinta y última planta no había asomado la nariz ningún vecino.
- Me llamo Martín.- Dijo tras beber el vaso de agua de un trago – Por favor, cierra la puerta y siéntate un momento.
En centésimas de segundo, se planteó y se resolvió en mi mente un pequeño debate. Cerrar y quedarme dentro del apartamento…o fuera. No supe por qué, y no me entendí, pero me quedé dentro. Cerré la puerta, y me senté en una esquina del sofá. Creo que por primera vez me miró. Se fijó en mí. Tuve cara para él.
- Yo soy Martín – volvió a repetir en vista de que yo seguía muda.
- ¡oh!- reaccioné- Me llamo Alba.
- Qué hermoso. Albus, amanecer, blanco…no pudieron elegir mejor nombre tus padres.
No supe qué decir. Me pareció un inicio de conversación muy extraño para dos desconocidos.
- ¿Te encuentras ya mejor? – Volví a sentir la necesidad de irme.
- Sí, pero no te vayas aún por favor. – Casi suplicó. Debió leer en mis ojos la urgencia por marcharme – Me gustaría explicarte lo que me ha sucedido.
- No es necesario- respondí- lo importante es que el mal rato ya ha pasado.
(¿Continuará? ¿Tú qué dices?)

Susana Alba Montalbano - Escritora y articulista en psicologodecabecera.com. Amo el arte, los artistas y que me leas tú.
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