Pandemia, cómo nos cambió la vida a todos, cómo hizo que aquello que parecía imposible, terminase sucediendo, cómo se paró el mundo.
Amparándose, quizás en eso, el asesino de Mica pensó que nadie vería los golpes de su cuerpo, que por culpa del virus nadie desnudaría, lavaría y miraría cara a cara al horror. Pensó en su sociópata cabeza que sería un cuerpo más, un alma que marcharía sin la compañía ni el amor de los suyos, que pasaría de la avenida Triunvirato a un crematorio anónimo, donde se perdería en la montaña de cuerpos que el covid estaba dejando. No fue así, la familia de la joven no iba a dejar que esto sucediese. Contra viento y marea, haciendo acopio del genio de las Ortiz, Natalia se encaramó al teléfono, llamó y llamó hasta que, desde el otro lado del auricular, alguien le dijo: “Podemos dejar que la familia se despida de ella y podréis arreglarla para su partida”.
Mica y Guido. Fotografía cedida por la familia
Dos horas. Ese era el tiempo que les daban para decir hasta siempre. Noventa minutos que durarían un suspiro, pero antes había que vestirla, que arreglarla y dejarla preciosa, como ella era. Sus tías y primas se encargarían de tal cometido.
Si duro fue para María, duro fue para Natalia y el resto de los familiares que estaban presentes para preparar a Micaela. Cuando vieron su cuerpo completamente desnudo, fueron conscientes del verdadero horror que le hicieron pasar. Descubrieron que aquella noche su niña querida del alma había mirado cara a cara al diablo, y éste, como dice la película, le devolvió la mirada. Era imposible que la joven hubiese escapado, era imposible que sobreviviese, su cuerpo reflejaba la tortura a la que había sido sometida, el calvario por el que la hicieron pasar, su cuerpecito fue testigo mudo de la crueldad, la violencia y la psicopatía de aquel que tenía que amarla.
Tragando saliva de nuevo, respirando profundamente, y por qué no decirlo con un par de cojones, María volvió a sacar su teléfono y comenzó a dejar evidencias de aquello que, por desgracia, en poco tiempo desaparecería. Fotografió y grabó lo que nunca pensó que tendría que inmortalizar, pero era necesario. Si nadie hacía nada, ellas lo harían, si nadie alzaba la voz para exigir respuestas, ellas asumirían la responsabilidad de gritar pidiendo justicia.
“Acariciamos su mano durante un rato y poco a poco su cuerpo comenzó a relajarse”, esas palabras salían de la boca de Natalia, recordando esos duros momentos, esas palabras que iban acompañadas de lágrimas ahogadas y pausas eternas.
Mica con uno de sus gatos. Fotografía cedida por la familia
“Alguien trajo un pintauñas de brillantina, su favorito. Compramos globos, la peinamos y la maquillamos como le gustaba, tenía que ser una princesa, su madre tenía que verla como era, bella y llena de color”. Ya habría tiempo de hablar de los moretones, las lesiones y los golpes, pero esas dos horas eran suyas, esas dos horas eran para honrarla como fue y no como marchó, esas dos horas eran para decirle al mundo: “te la llevas, pero aquí estamos para acompañarla, para seguir amándola”. Esas dos horas fueron las horas más cortas de sus vidas, esas dos horas fueron un suspiro, una exhalación, pero fueron suyas, de Mica, para Mica.
El adiós toco a su fin, Mica marchó, pero no su recuerdo, no su memoria, no su dignidad. Ella dejó en sí misma grabado su testimonio para que toda su familia se uniese y tuviesen claro el camino. Sus padres se hicieron la promesa de hacerle justicia y en esa promesa se vieron arropados por su familia. Cogieron una mochila, en ella metieron su dolor, su pena, la cargaron a la espalda y, aunque pesa y cuesta caminar con ella, saben que cuando hincan rodilla por la angustia que les ahoga, su hija está cerca para ayudarlos a levantarse.
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