¿Quién había sido capaz de tanta crueldad? y, sobre todo, ¿por qué?
¿Quiénes eran las cuatro víctimas que yacían dentro de aquellas fundas de plástico verde?. Aun encontrando documentación y pasaportes, ningún investigador se aventuraba a asegurar que eran ellos.
El calor, la forma en la que habían sido envueltos y, probablemente, el tiempo que hacía desde su presunto asesinato, habían hecho que fuesen prácticamente irreconocibles.
La guardia civil se quedó en la escena del crimen indagando, buscando pruebas e indicios.
Ilustración realizada por Triun Arts
Por otro lado, los cadáveres fueron trasladados, como indican los protocolos, al instituto anatómico forense de Guadalajara, para que se le practicaran las autopsias.
No quiero imaginar el momento en el que, Ortigado, el médico forense, se dispuso a revisar y abrir las bolsas que tenía ante él. Como ya había constatado en 4 de ellas, se encontraban los trenes superiores e inferiores de dos adultos, una mujer y un hombre, ambos muertos por un ataque con arma blanca que les había producido un shock hipovolémico.
Pero el horror, el verdadero horror y desasosiego llegó cuando tuvo que inspeccionar las otras dos bolsas. Ante él tenía, en la primera, el cuerpo de una pequeña niña, de no más de 4 años, con su cabeza llena de rizos, Al doctor su imaginación le jugó una mala pasada y vio en ese cuerpecito a su propia hija, ya que ambas compartían, según sus palabras, una morfología parecida. La pequeña estaba solo con unas braguitas puestas y en posición fetal, como intentando protegerse de su verdugo, que al igual que a los que seguramente eran sus padres, la había degollado sin miramientos, causándole la muerte.
La cuarta de las bolsas era igual de dolorosa. Dentro, el cuerpo de un pequeño, de un añito de edad aproximadamente, con tan solo un pañal y que corrió la misma suerte que tuvo la pequeña que, presuntamente, era su hermana.
Hay que ser ruin, miserable, una basura humana, para atacar y acabar con la vida de quien no tiene opción a defensa, de quien no puede ni tan siquiera huir porque su corta edad no le ha preparado para ello, de quien no ve la maldad o el peligro porque aún no han comenzado tan siquiera a vivir.
Acabar con la vida de un ser o, en este caso, unos seres tan puros, tan inocentes, debería tener el peor castigo, no solo terrenal, sino divino.
Ilustración realizada por Triun Arts
Volviendo a la casa de Pioz, de la calle “Los Sauces”, los investigadores empezaron a averiguar algunas cosas.
En primer lugar, que la persona que acabó con la vida de la familia era, probablemente, un conocido, ya que no había signos de haber entrado a la fuerza.
Por otro lado, gracias a las investigaciones, determinaron que el crimen había tenido que cometerse entre el 16 y 17 de agosto, lo cual concretaron gracias a varios indicios, el pico de energía del domicilio, el testimonio del panadero, que cada día llevaba una barra de pan y la dejaba en el buzón y se percató que, desde ese día, siempre recogía la pieza del día anterior por lo que la familia no estaba consumiéndola, así como también el testimonio de un vecino, que recordó haber escuchado la noche de autos el grito desgarrador de un hombre y ahora caía en la cuenta de que, desde ese día, nunca más había vuelto a oír a los pequeños jugar en la piscina.
Todas las hipótesis estaban abiertas, desde un posible ajuste de cuentas, sicariato, venganza, deudas…
No se sabía ni quienes eran ni que hacían, nadie había denunciado su desaparición ni los habían echado en falta, eran cuatro fantasmas, cuatro sombras sin identificar, sin rostro, en un tétrico chalet de la urbanización “La Arboleda”.
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