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Cuéntame un cuento

El poeta, la ciega y el cuervo

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Parte I

Amanecía cuando entró al baño. Había corrido un buen trayecto mientras lo auxilió la oscuridad, y después, cuando las calles comenzaron a poblarse, aminoró el paso y se pegó a las paredes, maldijo al sol que se aproximaba, jadeó y tuvo más miedo. Unas cuadras después descubrió el letrero: Baños públicos.

Era un lugar escueto. Un servicio sanitario, un lavamanos y un espejo velado por la suciedad. Olía a viejo, a presagio de escombros. El hombre suspiró, más tranquilo. Se refrescó la cara en el lavamanos y sólo entonces probó a verse en el espejo. La pátina de grasa y polvo lo autorizó a vislumbrar un rostro ensombrecido, los ojos afiebrados, la raya convexa de la boca. Desvió la mirada y volvió a pensar en el sitio del que había escapado.

La galera no tenía nada de particular: dos filas de literas a lo largo de un pasillo estrecho, paredes de ladrillo con claraboyas casi a ras del techo de zinc, por las que bajaba una luz mordaz, insuficiente. Al fondo, unas letrinas que olían también a basura, a orines mal despejados. Eran unos cuarenta presos, a los que la escasez de luz y el calor de las tardes habían vuelto hoscos e irritables. Metidos cada uno en sí mismo, daban forma a un estado de alerta sutil y quizás indeleble.

Gracias a que se había hecho llevar algunos libros con que matar el mal tiempo del encierro, los otros comenzaron a llamarle el poeta. Al principio se ofendió, pero después el mote lo fue sobornando con un regusto de satisfacción. Echado en la litera, abría sus libros y se sentía importante, superior a cualquiera.

El cuervo era el único que, además de él, tenía relación con el papel impreso. Era dueño de una revista de modas que no mostraba a nadie. De noche, cuando los demás se dejaban rendir por el sueño, el cuervo se dirigía a los baños con la revista, y después contaba lo bien que la había pasado con su modelo. A juzgar por sus palabras, solo prestaba atención a una; las otras modelos lo tenían sin cuidado. El poeta, posicionado en sus libros, fingió toda la indiferencia que pudo, pero en realidad se iba dejando intrigar por la revista del cuervo, por aquella mujer a la que el otro trataba como a su concubina. Un día le propuso un trato. Le cambiaba una novela por la revista. Temporalmente, como era lógico, para variar un poco. El cuervo se le quedó mirando, luego sonrió y le dio la espalda. El poeta pensó que en unos días lo habría convencido.

Foto de Mr. Hyde

Confiaba en que si le hacía creer que le interesaba toda la revista, y no la modelo, el cuervo accedería. Por eso comenzó a emplazarlo con preguntas ambiguas, acerca de perfumes y ropa de hombre. El cuervo hacía silencio; acaso alguna vez asintió con una formalidad rugosa, impersonal, pero después volvía a desalentarlo. El poeta, que comenzaba a desesperarse, se dedicó a observar la rutina del otro. Si no le dejaban otra salida, robaría al cuervo, raptaría a su modelo aunque fuera por unos minutos.

Un día vinieron los guardias para una requisa. Tenían noticias de que los presos escondían algo, aunque no dijeron qué. Irrumpieron en la galera y ordenaron permanecer en posición de firmes, al lado de las literas, mientras buscaban. El cuervo, con ojos que el poeta imaginaría después llorosos, le extendió la revista en un acto de última hora. Escóndela, le suplicó, tú sabes que estoy en mala con estos tipos, me pueden maltratar. Sin tiempo para otra cosa, el poeta escondió la revista en su pantalón y fingió indiferencia.

Tal como llegaron, los guardias interrumpieron la búsqueda. Dejaron en el aire alguna amenaza imprecisa y se marcharon. El poeta, galantemente, extrajo la revista y se la extendió al cuervo. Sin embargo, tuvo tiempo de ver a la modelo; por un segundo, pero claramente, y se dijo que, en efecto,  su rival era dichoso, y que nadie merecía tanta suerte para sí solo.

Sabía que el cuervo le debía una, y aprovechó.

—Oye, cuervo —le dijo un mediodía, alto para que lo escucharan los demás, con las manos en la cintura, sonriendo—, te voy a cobrar barato el favor que te hice.

El cuervo dejó la revista y esperó. El poeta sacó un libro de bajo la sábana y le dio vueltas en las manos.

—Solo por un rato —sonrió, mientras le alargaba el libro.

A su vez el cuervo comenzó a sonreír, pero enseguida cambió la sonrisa por una mueca. Levantó él también la voz y dijo, mirando al fondo de la galera, que no deseaba oír nada más sobre el asunto, que no lo provocaran. El poeta dejó caer el libro y le dio la espalda. Camino a los baños anunció que no le gustaban los malagradecidos, que una mujer no merecía que la cuidaran tanto, menos si era de mentira. Abrió la llave de la ducha, probó el agua con el pie y entonces se vio sujeto por ambos brazos. Trató de sacudirse, pero era imposible. Los tipos que lo sujetaban lo hicieron voltearse y quedar de frente al cuervo. Aguántenlo bien, declamaba el cuervo, para que no se desmaye cuando me vea con mi hembra.

El poeta resopló, maldijo, al ver que el otro abría la revista frente a sus ojos y comenzaba a acariciarse el animal, homenajeando de paso a la modelo con frases excesivas. Aguántenlo, repetía el cuervo y se frotaba la pica, y cuando estuvo a punto balbuceó el nombre de la modelo y se dejó ir despacio, suspiró, aproximó su cara a la del poeta y dijo:

—Suéltenlo, que ya terminamos.

Foto de Mr. Hyde

El poeta se apoyó en la pared, y sollozó. Después se metió bajo el chorro de la ducha y se frotó con saña, como si quisiera que el agua se llevara la humillación que acababa de vivir. Permaneció allí, bajo el chorro frío que se descomponía sobre su espalda, retardando a propósito el momento de dar la cara a la galera. Cuando por fin salió lo esperaba un silencio acre, una hilera de rostros que habían cambiado la forma de mirarlo, que no lo volverían a mirar como antes de que el cuervo ordenara su breve secuestro. Sobre la litera esa noche, clavada la vista en los extraños dibujos del zinc a unos palmos de su cabeza, decidió vengarse, y al amanecer ya había dado con la treta para hacer saber a los guardianes de la revista. Más trabajo le dio simular que dormitaba cuando se abrió la reja de la galera y dejó pasar a dos hombres armados de bastones que llegaron frente al cuervo, lo maniataron, echaron sus cosas al piso y tomaron sin hablar la revista.

El cuervo trató de oponérseles, primero con un ruego sigiloso y un gesto inusual que hacía suponer que caería de rodillas, y más tarde a gritos, como si hubiera perdido la razón. Compórtate, le aconsejaban los hombres, que va a ser mejor para ti, pero él insistía en que le permitieran tener su revista, en que con eso no le hacía daño a nadie. Los hombres, cansados de escucharlo, lo levantaron en peso, lo dejaron caer sobre el cemento del piso, y salieron. Ovillado, sin levantar la cabeza, el cuervo gritó que se cagaba en la madre de todo el mundo, que ay de quien lo estuviera mirando cuando él se incorporara, que ahora por sus cojones cada preso debería permanecer en su litera, sin decir palabra.

El poeta tragó en seco y permaneció acostado aún después de que el cuervo, refunfuñando, dijo que estaba bien, que siguiera cada uno en lo suyo. No se extrañó de que no lanzara ninguna otra amenaza, ni lo hubiera mirado una sola vez desde el incidente con los guardias. No quiero una señal peor, se dijo, y al día siguiente, cuando los sacaron a trabajar, se las arregló para fugarse. (Continuará)

Narrador, poeta, periodista, editor, lector, amante del cine y de la fotografía (que no es lo mismo, pero es igual). Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.

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