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Cuéntame un cuento

Lonely people

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SEGUNDA PARTE Y FINAL

Le dije que lo mejor era apartarnos de la ventana y averiguar si la lluvia había pasado ya. Después me reí de mi propio desvarío, pues la noche sobre los techos gritaba lo evidente: una condición de preludio, mientras aquella gente afuera seguía hablando con demasiado nerviosismo para la hora y entre sus voces y las nuestras despertamos a la niña. Me acerqué a ella y traté de tranquilizarla, pero no logré que volviera a dormirse. Mi mujer la cargó sin mirarla y se acercó a la ventana. Le dije que se retirara un poco, que si la niña se asustaba tendríamos un problema mayor.

No me escuchó. Por el contrario, se empeñaba en explicarme lo que se hablaba en la calle: eran vecinos de los barrios posteriores al nuestro, una zona baja que se inundaba con la lluvia de alguna consideración y habían abandonado sus casas. No pudimos entender de qué manera supieron que venía un desbordamiento, pero allí se encontraban, como una manada sobre aviso. 

La niña comenzó a sollozar. Mi mujer me la entregó y se dejó caer sobre un mueble de la salita. Me senté frente a ella y reparé en el pescado de hacía unas horas. Daba la impresión de algo absorto, con un sentido propio de lo que sucedía. La niña se tranquilizó un poco. Sentada sobre mis piernas, miraba a mi mujer y al pescado, hasta que se deslizó al piso y fue en busca del mismo juguete roto de antes de acostarnos. Jugaba sin entusiasmo, como buscando en el juguete el consuelo que le negábamos nosotros. Mi mujer evitaba mirarme. Quise decir algo, pero sabía que nada de lo que se me ocurriera conseguiría aproximarnos, así que opté por servirme un poco de la botella que seguía sobre la mesa. Cuando me incorporé, aumentaron las voces de la gente afuera.

©Mr. Hyde

Desestimé la bebida y fui hacia la ventana. Al resplandor rojizo de la noche, parecían sombras con un toque leve de tragedia. Gesticulaban. Después se dispersaron y dos individuos vinieron hacia nuestra puerta. Los toques más bien autoritarios espantaron a la niña. La tomé en los brazos y fui a abrir, pero mi mujer me detuvo con un grito.

—La niña no —me dijo—, aléjala de la puerta.

Retrocedí. Volvieron los toques, pero ahora nos negaríamos a abrir. La niña estaba quieta de nuevo, pero mi mujer tenía una expresión de tristeza que me desconcertó. Por sus ojos supe que se trataba de un híbrido de tristeza y nostalgia, y me retiré a otra habitación. Puse un viejo disco de America, una banda de las que sedujeron a la mitad de mi generación allá por 1980, aunque tocaban desde mucho antes. No sé cuántas canciones pasaron, hasta que me concentré en una, Lonely people, que no pudo rebasar la mitad de las listas de la Billboard en 1975. El tema tenía su historia. Signó — permíteme ser altisonante— mi expulsión de una escuela en Santa Clara, acusado de un padecimiento con un nombre aún más enfático: diversionismo ideológico.

Éramos un grupo estrafalario, inteligente, fanáticos desde entonces del equipo de pelota de Villa Clara, atentos a cualquier descuido de los pedagogos para negociar el trabajo en el campo por el basketball; admiradores del Che y de la música norteamericana. Nos enviciamos con las listas de éxitos: el top one hundred; el top fourty; el top ten. Preparamos un rincón de los albergues para seguirle la pista a una parte de nuestros ídolos, y allí acudíamos hasta cerca de la madrugada, pero un día el cenáculo fue allanado por algunos profesores. Escuchábamos a America, y Rogelio Navarro acababa de decir que no le gustaban los grupos demasiado melosos. Él se rebajaba, si acaso, a los buenos coros de Queen, pero lo suyo era la energía, así dijo y el profesor que nos dio el alto aprovechó para tejer una broma elemental: Guarden energías para responder a la comisión disciplinaria.

©Mr. Hyde

Organizaron la reunión. Le explicaron al resto de los estudiantes nuestra incompatibilidad con aquello que entendían por patria, juraron que sus hijos jamás llevarían ropas con enunciados en inglés, ni siquiera el mítico The rest is silence, y nos apartaron de la escuela.

No teníamos edad ni para ser rencorosos, creo, pero maduramos un poco despechados. Era al menos la sensación que me provocaba ahora aquella canción de America. Treinta años después, en la semipenumbra de una habitación que me era ajena por muchas razones, con una tormenta a punto de abatirse sobre la ciudad, desvelado, cuando me había prometido lo contrario. Y todo volvió a pasar por mi mente a una velocidad febril. Hubo un instante en el que dudé. Solo uno, en que me dije que tal vez aquel abuso no hubiese acontecido, y tampoco la partida del padre de la niña, ni el anuncio de un vendaval para dentro de muy poco. Pero volví en mí con un alivio rastrero. Subí más la música y llamé a mi mujer. Se acercó de mala gana y le pregunté lo obvio.

—No, no ha empezado la lluvia —me dijo—, pero la gente allá afuera parece más alterada.

—Déjalos —le dije—, ven acá.

Y la obligué a sentarse en mis piernas, para incrustar la cabeza en sus tetas adorables. Mi pobre mujer, con miedo a que me diera por lo mismo y la abandonara en medio de la lluvia. Pero, una vez más, pude dominar el impulso. No escaparía aquella noche.

—Llama a la niña —le dije—, vamos a descansar.

Narrador, poeta, periodista, editor, lector, amante del cine y de la fotografía (que no es lo mismo, pero es igual). Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.

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