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Reportajes y artículos

Long Covid: sana como la manzana infecta

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He pasado algo más de un mes en un pueblito de La Rioja al que llevo viniendo treinta años a veranear, pero este año mi situación me ha impedido recrearme del ocioso estío veraniego. Desde que estoy peor de la LongCovid ando en círculos y sin objetivos. Vivo presa dentro de un cuerpo, que creo que es el mío, pero que no me responde como siempre. Nada de veranear como antes, la prisión tiene sus restricciones y me coarta la libertad de ser quien soy, quien era antes de la pandemia.

Como en todos los pueblos, todos (cuando más o cuando menos) nos conocemos, o me conocen, que yo voy a lo mío y después de todo este tiempo, es muy poquita la gente que conozco por su nombre. Pero como me dijo una amiga, que yo no les conozca, no es impedimento para que ellos sí sepan quién soy yo; porque en los pueblos es costumbre hacer el árbol genealógico de los descendientes de los paisanos y sus  foráneos.

Con algunos parroquianos y visitantes tengo una gran amistad, otros son algo más que meros conocidos, otros conocidos de “hola” y “adiós” y luego están los que conozco de vista, pero no les pongo nombre.  A lo que voy, aunque yo siga sin conocer a la mitad porque no voy preguntando de qué familia son, a la vasca pelirroja la conocen en el pueblo.

Este año no ha sido un verano al uso, el año pasado tampoco, el anterior ídem de lo mismo, pero este verano para mí ha sido con diferencia un verano infeliz, en el que me he sentido presa en mi propio cuerpo. Apenas  sí he salido de las cercanías de mi casa. Cuando lo he hecho, en cada ocasión se me ha acercado alguien a preguntarme qué me pasa o para interesarse por mi salud. Es curioso, cuando una persona crea curioseo, que no curiosidad, (en este caso yo), hasta personas que nunca me habían hablado hasta ahora (por morbo o interés sincero), han querido saber de mis circunstancias al verme andar, con mucho esfuerzo, con la ayuda de un andador. 

Me han preguntado. No siempre me han permitido  explicarles qué me pasa. Los  hay que al oír la palabra covid, quieren escapar del tema, me dicen: “bueno, poco a poco” y huyen despavoridos porque pasan de saber más nada de la COVID-19. Otros oyen sin escuchar, y aprovechan que paro a inspirar para interrumpirme contándome como lo paso tal o cual persona, o ellos mismos, que es en realidad lo que querían hacer al preguntarme. Otros se interesan de verdad, pero no quieren ahondar en el tema, porque para ellos la COVID-19 es cosa del pasado. También están los que me preguntan con empatía, intentan entender como me afecta la enfermedad y se toman el interés de saber la diferencia entre secuelas y síntomas; entre el post COVID y la COVID-19 crónica. Lamentablemente, estos son los menos.

Pero todos coinciden en lo mismo: en decirme lo maja que estoy, lo bien que se me ve, que no parezco estar enferma de nada, que estoy bien guapa (esto es azúcar para mi autoestima) y frases que denotan que no se creen que mi enfermedad sea tan compleja y de mucha importancia.

Soy esa manzana que ilustra estas palabras. Lo que se ve de mí no es el aspecto de una persona enferma y aunque tengo 72 síntomas que afectan a mi vida, produciéndome gran discapacidad y habiéndome convertido en una persona dependiente. Inspiro de dos inhaladores para afecciones distintas; mi jornada diaria está regulada por alarmas para la ingesta de 23 pastillas a lo largo del día; si tengo suerte y el dolor es soportable, puedo prescindir de la morfina de rescate.

Camino con la ayuda de muletas y/o un andador; tengo intolerancia al esfuerzo físico; mi temperatura corporal es muy inferiores a 36°; al término del día tengo febrícula; sufro de algo parecido al síndrome de piernas inquietas; entumecimiento y falta de sensibilidad en brazos y manos al despertar; dolor de garganta nocturno, (que no falla una noche); disnea; fatiga crónica; falta de fuerza física y muscular; temblores corporales; ansiedad, depresión, insomnio… y más cosas que no recuerdo, (el olvido habitual es un síntoma cognitivo).

Mi enfermedad es invisible al ojo del común de las personas. Pero ahí están los problemas digestivos, los problemas respiratorios, de circulación, las menstruaciones anormalmente abundantes, los dolores de articulaciones, musculares, las deficiencias cognitivas, las neuropatías, la disautonomía, las mialgias, las cefaleas de absolutamente toooooda la cabeza, la visión borrosa… hasta más de doscientos síntomas. 

Además secuelas como el daño hepático por la ingesta prolongada de cierto medicamento, la insuficiencia renal por otro medicamento y el nódulo en la suprarrenal. Y uno más, muy preocupante, porque lo padezco diariamente desde el exterior de mi organismo: el de la manzana infecta por dentro, lustrosa por fuera, que se refleja en el espejo; la invisibilidad social de la realidad de una enferma de LongCovid-19 crónica.

Tristemente, los enfermos de la LongCovid-19 crónica no somos conscientes de que esa circunstancia social, la de la invisibilidad social de nuestra enfermedad; el hecho de que se rehúya hablar de ella; solo mirar la superficie e invisibilizar todo lo que recuerde a la pandemia… nos llevará a sufrir la estigmatización social. Un síntoma que si no erradicamos pronto va a ser la perdición de los enfermos de la COVID-19 crónica.

Yo me veo como una manzana lustrosa por fuera, pero infecta por dentro: física, psíquica y cognitivamente.

Mi querida Belle dice: “Estamos atrapadas en una tela de araña que nadie quiere deshacer”. La araña es la COVID. La telaraña es la falta de conciencia, la negación, la incomprensión, la falta de investigación, la falta de curación, el empeoramiento del paciente, la desidia de las administraciones sanitarias, la atención médica mediocre de algunos profesionales, el politiqueo…

Me gustaría que mi manzana cayese sobre la araña, acabase con ella, rompiendo su tejido pernicioso y que se pudiera aprovechar lo que quede de sana de la manzana; de esa manzana que hoy está frente al espejo, reflejando un aspecto que falsea la verdad.

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