
Cuéntame un cuento
Los gatos de Estambul
Nevaba en Estambul a finales de noviembre, pero yo no tenía frío. Un vientecillo que corría del Bósforo desorganizaba los copos de nieve, que se iban de costado contra el parabrisas, mientras Nihat me apostaba a que al día siguiente habría lluvia. Ayer subió a quince grados —me dijo—; hoy que tú llegas tenemos nevada, y mañana verás como rompe a llover. Miré a la calle, a la nieve turbia que removía un auto delante del nuestro, y le aseguré que estaba bien así, que hacía más de cinco años que no veía nevar, y que bendita toda la nieve de Constantinopla. Sonrió con una leve ironía, y yo, para alejarme un poco del tema, le dije:
—Vine todo el tiempo hablando ruso.
—El ruso es el opio de los pueblos —volvió a ironizar.
—Karénina —le expliqué—, yo le puse Karénina.

Y tuve que ser explícito. Una rara casualidad me había conducido a Estambul a través de Moscú, en un viaje de unas veinte horas que incluía una larga acampada en Rusia. Cuando subí al avión que me dejaría en Turquía, noté que mi asiento ya estaba ocupado por una muchacha. Le mostré mi pase a bordo. Entiendo, me dijo, pero es que me aterra volar del lado de la ventana. Entiendo, dije a mi vez, aceptando el cambio.
—Así que Karénina —comentó Nihat.
—La nobleza obliga —me reí.
Porque lo primero que había notado entonces en el avión, era que la joven tenía, lo que se dice, clase. Cuando le pregunté el nombre me observó unos instantes y mostró un asombro formal ante el hecho de que le hablara en su lengua. Anna, dijo por fin y su voz dibujaba los sonidos con una cadencia hermosa: Anna Skliar. Más tarde me contó que era traductora; de hecho, había llevado al ruso buena parte de los versos de Emily Dickinson, y si no recordaba mal, apenas unos días atrás había estado leyendo un cuento de Virgilio Piñera. De esos llamados minimal, en una traducción al inglés, precisó.
—Tu compatriota Virgilio Piñera en inglés… —dijo Nihat.
—Así me lo contó ella —confirmé—, pero por más que trato no me acuerdo de esa pieza.
—¿Y después qué? —preguntó a modo de conclusión el turco, saliendo del carro ya frente a mi hotel.

Su pregunta, por supuesto, no era tal. De un aeropuerto a un hotel no hay mucho tiempo para detenerse en cosas serias, y todo comentario es por lo general provisorio, propenso a saturarse de emotividad. De modo que Nihat daba por concluido mi relato, y mientras me ayudaba con la maleta, volvía a mencionar la nieve, como si desde que me recibiera una hora atrás en Havas no hubiésemos hablado más que de ella. Hacía bien de anfitrión. Había sido encargado por la Universidad del Bósforo para atenderme, y en los días previos a mi llegada se comunicó conmigo. Me dio todo tipo de seguridades, y ahora parecía dispuesto a demostrar que no incumpliría. Antes de irse a su casa quedamos en que me recogería para cenar.
Soy de los que chequea los cuartos de hotel con cierta grima por tener que hacerlo. Pero, por otra parte, me gusta estar al tanto de todo lo que me rodeará mientras duerma. Mi habitación en el Taxim Hill era un tanto oscura —baño amplísimo y marmóreo, sábanas olorosas a alcanfor, un gavetero con la guía telefónica, televisor empotrado en un armario que a la vez servía de mini-bar—, pues la ventana enfocaba hacia una especie de patinejo por el cual reptaban algunas tuberías.
Si levantaba la vista veía clarear en la distancia un edificio invadido de andamios. Llevaba apenas un minuto en la bañera cuando recordé el cuento de Virgilio, y me alegré de que el agua caliente empezara a darme lucidez. Por lo que me explicó Anna Skliar, no podía ser otro.[1] Admito que evocar a Virgilio Piñera en una tina de un baño de Estambul tiene algo de grotesco. Barajar unas líneas que uno ni tan siquiera puede asegurar que le pertenecen es una burla, ni más ni menos, piñeriana. Jugué un rato a usar el cuento a modo de oráculo, y comencé a secarme convencido —como mismo lo estás tú— de que aquella pieza tal vez apócrifa era la garantía de que me iba a encontrar de nuevo con la rusa.

Nihat llamó desde el lobby y cuando lo vi en una cazadora de vinil negro que mal escondía el saco me di cuenta de que cenaríamos en algún sitio lujoso. Invitan otros, no te me acomplejes, dijo mientras me pasaba el brazo sobre los hombros, y me franqueó la salida. Todo lo que recuerdo del riguroso menú de esa noche es el vino italiano que escanciaban sin cesar unos mancebos de frac y margarita en la solapa. Para no mentir, añadiré que también me impresionó el salón monumental con su alfombra roja, y la luz inconsútil que le daba a las cosas un brillo un tanto alucinado.
Al cabo de unas cuantas copas pregunté por el toilette. Nihat ya lo había localizado, y me hizo una seña con la cabeza: a mis espaldas, por un pasillo discreto que apenas filtraba la luz lechosa del salón. Después hizo como si se decidiera. Te acompaño, dijo, pero un paso antes de la entrada se detuvo a saludar a un conocido. Me abría el pantalón frente al urinario, cuando noté que la pared delante de mis ojos se interrumpía poco antes del techo y dejaba caer hacia acá el sonido de una puerta al cerrarse. Calculé entonces que del otro lado estaba el baño de las damas.
Abandoné el urinario y me situé en una taza, para que mi chorro contra el agua produjera un efecto irrebatible, y disfruté la posibilidad de que alguna mujer tras aquella pared aquilatara mi fuerza. Interrumpí el chorro y presté oídos. Volví a pujar y acabé de teñir la taza con mi espuma avinagrada, orgulloso de mi ruido viril, y cuando empezaba a componerme, percibí claramente el surtidor que me respondía desde el otro lado. Adiviné que no golpeaba directo en el agua, sino en la loza malva de la taza y comprobé que, lo mismo que yo segundos antes, se interrumpía a medio camino para reanudarse de inmediato.
Salí, pero no me alejé demasiado. Sabía que si aguardaba un instante vería aparecer en la puerta contigua a la mujer que respondió a mi interpelación. En unos segundos, en efecto, salieron, no una sino tres, cuatro y siguieron indiferentes hacia el salón. Me dije que no era tanto el misterio de escoger entre cuatro mujeres, pero ¿acaso podía acercármeles y preguntar sencillamente cuál de ellas era la que accedió a dialogar conmigo?
¿No era mi situación un poco piñeriana? Secretamente, además, yo había esperado que mi interlocutora fuera Anna Skliar, la rusa a quien rebauticé como Karénina, pero no tenía ni siquiera la certeza de que la volvería a ver. Las posibilidades de que coincidiéramos se limitaban a nuestra condición de extranjeros y de literatos, lo que nos relacionaba con el ámbito de los hoteles y las salas de conferencias.
[1] Diógenes, viejo, educaba a su hijo para cazador. Después de un duro entrenamiento con animales disecados, lo dejó practicar con bestias de verdad. Dos días estuvo el hijo tratando de matar a un chacal que por alguna razón se obstinaba en vivir. Desconcertado, fue ante Diógenes y le dijo: “Haz disecar a esa alimaña, por favor. Entonces la mataré sin falta”.
CONTINUARÁ
Narrador, poeta, periodista, editor, lector, amante del cine y de la fotografía (que no es lo mismo, pero es igual). Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
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