
Cuéntame un cuento
Los gatos de Estambul II
SEGUNDA PARTE
Nihat me confesó que no sabía cómo había podido manejar hasta el Taxim Hill, y que tenía la sospecha de que seguir hasta su casa iba a ser un suicidio. Como la mía era una habitación de dos camas, le permití quedarse. Antes de acostarme miré al mezquino pedazo de ciudad que chispeaba tras mi ventana. Me extrañó que el edificio rodeado de andamios estuviese tan iluminado, pero después comprendí que eran los propios andamios los que tenían adosados unos bombillos de gran tamaño, vueltos unos sobre la calle y otros sobre el propio edificio. Tuve la impresión de una escenografía gigantesca, un tanto amenazadora.

Corrí las cortinas antes de meterme en la cama, y entonces reparé en Nihat, que ya emitía leves ronquidos. Era un hombre de mi edad, más o menos. Tenía la boca entreabierta; más exactamente, se mordía el labio inferior, lo que le daba una expresión de inocencia que no pude notarle despierto. Me dejé caer bajo las sábanas, con el vino pesándome todavía en las sienes, y encendí por simple curiosidad el televisor. Un noticiario en inglés anunciaba la aparición de una joven muerta. La policía barruntaba que era una prostituta, y sería la segunda que asesinaban en dos meses.
No retuve otros detalles porque enseguida quedé embelesado. Sería media madrugada cuando tuve conciencia de que no dormía profundamente. Era ese estado en el que ya se puede razonar sobre las fantasías que segundos antes nos dominan por completo. Entonces estiré las piernas y saqué los brazos de bajo la frazada. Ese es el instante que identifico con el comienzo del ruido: un orine cayendo con fuerza remota sobre la porcelana de una taza, devuelto por la noche con claridad engañosa. Un orine lozano, me dije, pero no tuve fuerzas para incorporarme. O para desengañarme con la certeza de que había estado alucinando. O de que eran ruidos provenientes del televisor, todavía encendido.
DETALLES
Son los detalles nimios los que me ayudan a recordar que todo fue cierto. Por ejemplo, tengo presente que Nihat me anunció que pronto cambiaría su Toyota por un BMW. Fue al regreso, al día siguiente, de un encuentro con sus amigos de Doğan Kitap, una editorial que alardeaba de que pronto tendría en su catálogo a los primeros escritores cubanos. Pero lo afirmaban, como se dice, de dientes para afuera.
Contrario a las predicciones de Nihat, no llovió ese día. Con uno o dos grados de temperatura, persistían algunos montones de nieve en la explanada frente al Taxim Hill, aunque en la calle era más fango que escarcha. Tuve la certeza de que el fantasma de mi compatriota Virgilio Piñera no me había abandonado cuando vi que Anna Skliar venía de frente a nosotros, aunque pegada a las paredes, como protegiéndose del vientecillo que soplaba de frente. Se detuvo a mirar por los cristales de una cafetería vecina del hotel, y yo aproveché para mostrársela a Nihat.
—Mira —sonreí—, esa es Karénina.
—Y yo que pensaba que no era más que una de tus ficciones —se rió también mientras bajábamos del auto, y enseguida se las arregló para ser notado por mi conocida. La obsequió con una reverencia en la que creí ver algo de Las mil y una noches.

Anna Skliar me recibió con mucha cortesía, como si en realidad se alegrara de volverme a ver.
—¿Qué haces por mis predios? —le dije.
Le hizo gracia la pregunta, y respondió:
—Hoy almuerzo en tu hotel. Después tengo la tarde libre. Comprendí que se trataba de algún almuerzo de trabajo. Y también que con aquello de su tarde libre me invitaba a invitarla. Así que almorzamos a unos metros uno del otro, ella con dos hombres que gesticulaban con cierto recato, pero que, por alguna razón daban a entender que les era imprescindible gesticular, y yo con Nihat, que en el momento en que me incorporaba me dijo algo sobre los hombres. Asentí camino a la mesa de los postres, aunque en realidad no lo escuché.
Pero Anna Skliar se había dirigido a ella segundos antes, y sentí la necesidad de acercármele. Coloqué un pastelillo en el plato que ya ella sostenía y le dije que la esperaba abajo en una hora, que algo en mí se encaprichaba en su compañía. Noté alguna contrariedad en su modo de mirarme, pero aceptó. A las dos entonces, musité. Está bien, dijo y puso ella otro pastelillo en mi plato.
Tomamos un taxi frente al Taxim Hill —Anna Skliar era mi cicerone— y fuimos hasta la parte antigua. Me contó que conocía Estambul casi tan bien como Moscú y yo fingí que no le creía. En serio, dijo y se me quedó mirando. Pensé que hacía mucho que no veía a una rusa decir En serio, y que todas las que lo dicen ponen en esa frase tan pueril unas gotas de sensualidad. Pero ya me tenía una observación.
—Eres el primer cubano que veo desde que se hundió el socialismo —aseveró.
—Allá dijeron que se desmerengaba —apunté.
Me costó decirlo en su lengua, pero me comprendió. Sonriendo todavía insistió en que jamás había vuelto a conversar con un cubano, y me explicó que antes había tratado a algunos. Lo decía a su manera, un tanto picante:
—Mi padre, que enseñaba en la universidad, llevaba a casa a sus alumnos. Yo los observaba mientras bebían el té, impresionada por la forma en que se empeñaban en ser escandalosos.
—Tampoco yo había visto a otra rusa —dije, pero no conseguí esta vez que sonriera.
Salvamos los quinientos metros que hay de la Mezquita Azul hasta Santa Sofía por unos adoquines que la nieve tornaba jabonosos, y por dos veces tuvo que apoyarse en mi brazo. Yo entonces ponía mi mano sobre la suya, dándole a entender que me agradaba que se sostuviera de mí, y que me hubiese gustado que no me soltara nunca más.
—¿Y cómo está Cuba? —dijo.
—Está, que ya es algo —respondí.
Continuamos rumbo a la catedral, y entonces le devolví la pregunta.
—¿Y cómo está Rusia?
—¿No vienes de allá? —y sonrió.
—Apenas cambié de avión —precisé—. Unas horas en un aeropuerto no significan nada.
—Creo que estamos igual —dijo—. Seguimos siendo rusos. Bebiendo por cualquier cosa y masticando semillas de girasol.
—Llegué a pensar que no sobrevivirían al cambio —se me escapó.
—Lo mismo pensé yo de ustedes —y ahora no pude precisar si ironizaba.

Pero sentí ganas de ser insolente. Si no fuéramos de donde somos, declamé, si no hubieran pasado las cosas en la forma en que pasaron, ¿estaríamos juntos ahora tú y yo filosofando sobre la nieve? ¿Es lo mismo un cubano y una rusa que un chino y una noruega?
Iba a explicarme algo, pero la interrumpí.
—No, escucha, si tu país emigra, ¿emigras tú? Si tu país se excede a sí mismo, ¿te excede a ti?
Pero ella no estaba para acertijos. Su lógica era simple y escondía de paso algo sexual.
—Solo veo a dos personas que se empeñan en conocerse. No me he preguntado por la procedencia de ninguno.
La besé. Bruscamente al principio y después despacio, pues no me oponía resistencia. Dejé que todo se resumiera en aquel beso, que todo se debiera a él. Cuando nos separamos suspiró. Un gato venía a nuestro encuentro. Era un animal sin dueño, a juzgar por su pelo sucio, pero no parecía mal alimentado. Nos dedicó una mirada amistosa y siguió su camino, con la gran cola erguida. Anna Skliar parecía alegre con su aparición. Míralo, dijo, es uno de los cientos que deambulan por esta ciudad. Seguro que no sabe que está en Estambul.
Admití que tenía lógica. Añadió:
—¿No te gustaría no saber a dónde perteneces?
—Solo por un rato —contesté—. Soy un hombre de prejuicios.
CONTINUARÁ
Narrador, poeta, periodista, editor, lector, amante del cine y de la fotografía (que no es lo mismo, pero es igual). Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
0 comments