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Cuéntame un cuento

Zohak

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PRIMERA PARTE

Chang-Tzu nos habla de un hombre tenaz que al cabo de tres ímprobos

años dominó el arte de matar dragones y que en el resto de sus días

no dio con una sola oportunidad de ejercerlo.

Jorge Luis Borges

Alamandas, crisantemos, orquídeas, agapanto, vicarias, jacarandá, claveles, maravillas. Flores y flores de todas las épocas y tamaños, de todos los olores y matices, de formas infinitas y de vidas magras o demoradas. Flores que me pintan de negro cualquier intento de reposo y no pueden aligerar la soledad en que vivo.

La pesadilla comencé a vivirla (cuánto desearía poder decir soñarla), tantos años atrás que ya me es imposible precisarlo. Ese cruel carnívoro que es el tiempo me permite, sin embargo, evocar hoy aquella tarde. Emerjo como por accidente de entre tanto olvido y me reconozco caminando por la feria, los ojos puestos sobre lo que ofrecen unos indios, los oídos sobre la voz de otra vendedora y el presentimiento alerta porque intuía que cuanto comprara esa vez habría de alcanzarme para toda la vida, o para toda la muerte.

Seguí indagando sobre los mostradores. Tras una vuelta a la derecha un vocerío persistente me hizo buscar el tumulto. Gestioné a codazos una brecha y llegué a primera fila. Lo que vi no me extrañó, aunque no perma­necí indiferente: dos chinos encorvados y risueños ven­dían (en realidad, trataban) unos animalitos amarillos semejantes a dinosaurios en miniatura, a los que presen­taban como verdaderos dragones de la Manchuria. Pero nadie se decidía a comprarlos. Dudaban. O quizás te­mían.

Yo pregunté por el precio. Enseguida se me acercó el que parecía el más viejo de los chinos y, como me vio el interés real, se puso a hablarme de dragones con un entusiasmo invulnerable. Me dijo algo sobre sus propie­dades curativas cuando eran usados como mascotas. Me reveló que en su país son portadores de la felicidad y dueños del orden de las estaciones. Juró entre reverencias que me lo daría por un precio justo, pero le faltó la inspiración final para convencerme. Dejé de prestarle atención. Finalmente hice el camino de mi casa.

Pero, de cada cuatro hombres, decía mi padre, por lo menos tres están obligados a ser fieles a su destino. Creo que por eso regresé a la feria. Por eso busqué a los chinos con fervor, con miedo a que ya fuera tarde. Para mi alivio, allí estaban todavía, acosados por curiosos que no compraban nada, eternos dentro de sus vestidos de longevidad, mientras proponían impasibles sus dragones. Esta vez yo no venía a dudar. Pagué. Con el animalito en la mano caminé más decidido.

Wifredo Lam

Hoy, al cabo de tantos años, ya no puedo decir con exactitud de qué manera descubrí que no se alimentaba de hierbas o con trozos de carne, sino con flores; para ser más preciso, de su olor. Tal cosa me pareció al inicio un juego, pero ya he tenido tiempo de sobra para corro­borar lo contrario. Porque, si cuando era pequeño le bastaba con un ramito diario agitado como de paso ante su nariz para dormir profundamente, a medida que fue ganando peso se volvió más exigente y más irritable, hasta llegar a ser lo que es hoy, una monstruosa criatura constantemente hambrienta. A voluntad suya he llegado a convertirme en un experto en flores. Gracias a él las conozco tan a fondo; aprendí a identificar los lugares y la época donde encontrar lo que más le apetece.

De modo que desde entonces vivo para eso, para rastrear flores y ponérselas delante en cuanto lo requiere. Hacia el mes de enero puedo ofrecerle coronas de Cristo o trompetas de heraldo que acepta de buena gana, pero lo terrible es que no ha pasado una hora, cuando está otra vez rugien­do y debo correr en procura de tulipanes o ixoras blancas. En mayo le doy a oler begonias o violetas de los Alpes, que brotan primero que la planta que les presta vida, pero como no son de olor constante, enseguida se me ve en procura de otras especies de aroma más persistente como las crosandras, que me sirven para dárselas varias veces seguidas. Y así vivo desde entonces, ocupado solo en buscarle alimento, sin tiempo para nada que no sean las flores y sufrir por la impotencia.

Un día que me encontraba más nervioso que de costumbre resolví librarme de él. Pensé en lo más sencillo: huir. Lo alimenté abundantemente. Esperé a que durmiera, re­cogí algunas cosas. Pero cuando me alejé unos metros comenzó a rugir potentemente y yo comprendí que cuando el peligro se volvía inmediato, él era capaz de entender mis pensamientos. Otra vez traté de matarlo con el olor de unos hongos venenosos. Se los presenté semiocultos entre adelfas, pero descubrió el truco y se negó a seguir oliendo. Desesperado, inquirí en los libros otra manera de quitarle la vida. Todo en vano.

De casua­lidad conocí sobre un tal Chang-Tzu, quien a su vez sabía de un matador de dragones. Tras incansable bús­queda pude dar con él. Por unos dineros conocí la dirección de aquel hombre increíble, de aquel héroe capaz de liberarme de mi desgracia. En unos pocos minutos de descanso (o mejor, de tregua), le escribí una carta. Después le escribí muchas otras casi iguales a la primera. Qué iba a contarle como no fueran los porme­nores de mi adversidad. Qué podía pedirle además de que acudiera, mientras no fuera demasiado tarde, a eje­cutar su único designio. De idéntica forma lo hice día tras día, cada vez que pude hacerlo, y lo sigo haciendo hoy todavía.

René Portocarrero

Mientras ordeno las flores en espera de que el dragón despierte, voy pensando lo que diré a quien desde ahora considero mi salvador. Me esfuerzo en ordenarlo todo sobre el papel de manera que llegue a ser creíble y no tomado a burla. Porque basta con que yo suponga que él no me creerá para perder toda fe. Por eso escribo con cuidado, tratando de hacer visible la deses­peración que me rodea. Por eso trato de que escuches, misterioso vengador, quienquiera que puedas ser. Así escribo y escribo hasta que lo oigo despertar y corro a buscar las flores y colocarlas de manera que obren el efecto salvador. Si lo noto intranquilo tengo que alimen­tarlo con flores de embeleso, cuyo azul emite unos aceites especiales capaces de mantenerlo quieto por un buen rato.

Si estamos en julio o en noviembre, además del embeleso puedo alimentarlo con flores de murraya, o con la prodigiosa, que me hace evocar tristemente la manía infantil de clavar una hoja en la pared para notar entre gritos de asombro cómo nacen otras plantas de sus bordes. Pero no siempre es fácil encontrar las flores. A menudo escasean y solamente aparecen dos o tres varie­dades de olor mezquino. En esos casos me veo obligado a irlas agrupando, siempre con el viento por detrás, hasta conseguir asomos de un perfume apto al menos para aplacarlo.

Esforzándome contra el temblor de mis manos uno caliandras con flores de cactus, carolinas con hortensias blancas o lilas, azules o rosadas, cuyos olores al mezclarse comienzan a cobrar confianza y se estiran por el espacio ayudados por una brisa más o menos perezosa, más o menos terca, tanteando hacia adelante en espera de que comience a respirar de forma más acompasada. Y con cuidado de no repetir. Si ayer le traje lirios, hoy debo procurarle buganvillas, no importa de cuál color, moteadas, lilas o naranjas; lo importante es que no sean las mismas flores.

A esto se ha reducido mi existencia. Vagar y recoger flores es lo que me espera, quién sabe hasta cuándo. A menos que te conmuevas tú y te veamos aparecer cargando tus prodigios, él receloso, adivinando su derrota próxima y yo sosegado, risueño al fin ante la posibilidad de olvidarme del senecio, las durantas, la heliconia que poco o nada huele y me obliga a malabares increíbles, los metódicos gladiolos que no pueden dejar de repetir una muerte cada año y las gardenias, blancas al principio y después arrepentidas y palideciendo, a la vez que el propio olor se torna turbio.

CONTINUARÁ

Narrador, poeta, periodista, editor, lector, amante del cine y de la fotografía (que no es lo mismo, pero es igual). Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.

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